Miguel Ramos era un Maestro Mayor de Obras que vivía en Bellavista. Desde los quince años trabajaba en la industria de la construcción, obligado por los apuros económicos que atravesaba su familia.
Su padre Victoriano, (“un loco”, al decir de tía Eulogia), se había desempeñado hasta su muerte, en los más diversos oficios, desde embolsador de carbón hasta guarda de tren, pero su gran amor era el circo. Había fundado una compañía a mediados de la década del cuarenta, que recorrió varias ciudades del interior con cierto éxito. El número fuerte era el de los chimpancés, ya que Victoriano Ramos los sabía domesticar a la perfección. Un par de crónicas de la época (que todavía Miguel conserva) detallaban como los simios andaban en bicicleta, actuaban de policías y ladrones, de luchadores de catch, y hasta había una hembra casamentera, con un precioso vestido de novia, que perseguía a cuanto candidato le pasaba cerca.
Pero a medida que pasó el tiempo, el interés de la gente por el circo fue decayendo, hasta que la compañía tuvo que cerrar sus puertas. Fue la madre de Miguel, Olga, (una mujer práctica, que se encargaba de la boletería), la que tomó la decisión, harta ya de viajar y pasar penurias. El matrimonio por fin se instaló en Grand Bourg, donde Miguel nació, y luego en Bellavista.
Pero Victoriano nunca dejó de domesticar chimpancés. Solía divertir a todos en las fiestas familiares, él mismo montaba un pequeño escenario, bordaba los disfraces, y sorprendía siempre con un acto nuevo.
¡El circo renacerá!, se lo escuchaba decir con entusiasmo, cosa que encrespaba a Olga y a la tía Eulogia.
Victoriano trató de transmitirle su arte a Miguel, por eso se molestó mucho cuando este empezó a trabajar de peón, a instancias de Olga, con el tío Benedicto, el esposo de Eulogia, que era oficial albañil.
No obstante, el joven Miguel ayudaba mucho con la economía familiar, y además iba adquiriendo oficio. Se recibió de Maestro Mayor de Obras y consiguió trabajo en una empresa constructora, donde se desempeñaba como cadete, chofer, sobrestante, capataz, computista, presupuestista y cuanta cosa hiciera falta.
Cuando Miguel cumplió treinta años, su padre Victoriano falleció. Conservó hasta su muerte un elenco estable de siete chimpancés, de los cuales cuatro murieron de pena y solo los tres más jóvenes sobrevivieron.
Eso fue todo lo que Miguel heredó.
Al principio las cosas no eran nada fáciles para Miguel. El hecho de tener que trabajar en forma obligada para mantener a su familia le impidió completar estudios universitarios (había empezado la carrera de ingeniería civil para complacer a su madre). Sin embargo, a pesar de ser solo un Maestro Mayor de Obras, con el correr de los años se fue ganando un lugar en la firma donde trabajaba. Sus patrones confiaban en él y Miguel adquiría cada vez más experiencia y más seguridad en sí mismo. A pesar de trabajar en relación de dependencia y de cobrar un sueldo que no era demasiado alto, por nada del mundo podía dejar su trabajo en la empresa. Esto le hubiera roto el corazón a Olga, que estaba encantada que su hijo progresara dentro de una actividad “normal” como la construcción y olvidara los delirios bohemios de su padre.
Pero Miguel no olvidó a Victoriano y sus chimpancés. No, para nada. Siguió practicando todo lo que había aprendido del padre con los tres sobrevivientes, a escondidas de Olga. Si bien no tenía la brillantez del padre para domesticarlos y montar sketches, Miguel sentía que con esto mantenía viva la memoria de Victoriano.
Al cabo de unos años Miguel pensaba ya en casarse, por lo que sus necesidades económicas ya eran otras. Su sueldo no alcanzaba y fue entonces, después de mucho meditar, que Miguel decidió independizarse y empezar a realizar trabajos por cuenta propia. Esto al principio no fue del agrado de Olga, que prefería para su hijo la seguridad de un trabajo fijo con un sueldo fijo. Pero en definitiva era su vida y Miguel se sentía capaz, con toda su experiencia, de arriesgarse y montar una pequeña empresa constructora.
Por lo tanto Miguel renunció a su empleo, se casó y se mudó a una casa alquilada (también en Bellavista), que a la vez funcionaría como oficina. Finalmente Olga tuvo que ceder ante la iniciativa y el entusiasmo de Miguel. Después de todo, su hijo estaba definitivamente encaminado dentro de un oficio que podría llegar a ser muy rentable. Sin embargo, se sorprendió cuando Miguel incluyó en la mudanza a los tres simios sobrevivientes.
- ¿Qué significa esto?, pregunto Olga, - ¿No tendrás alguna idea absurda de continuar con las locuras de tu padre?
- No, mamá. Lo que yo voy a fundar es una empresa constructora. Una empresa cons-truc-to-ra.
Miguel se puso en movimiento inmediatamente, dentro de su círculo de relaciones profesionales, para darse a conocer como empresario. Y las invitaciones para cotizar trabajos no tardaron en llegar, al principio tímidamente y luego con mucha más frecuencia.
En cierta ocasión fue invitado a cotizar una casa de fin de semana en un club de campo, licitación de la cual también participaban los antiguos patrones de Miguel, los hermanos Linares, ambos ingenieros civiles. Se podría pensar en primera instancia que la invitación a participar con su oferta fue una simple cortesía del propietario (el señor Domínguez) hacia Miguel, ya que los hermanos Linares lo superaban en experiencia y capacidad, y no dudaban ni por un instante que la obra les seria adjudicada.
Pero Miguel se despachó con un presupuesto cuyo monto era un cincuenta por ciento más barato que el resto de las ofertas. En la reunión donde se abrieron los sobres hubo más de una reacción aireada.
- Miguel, lo tuyo es una locura, le dijo Antonio Linares, el mayor de los hermanos. ¡Hace veinticinco años que estoy en esto y sé muy bien que es imposible hacer esta obra por la mitad de su valor!
- Señor Ramos, ahora Domínguez había tomado la palabra, para mí sería fantástico construir mi casa de fin de semana por la mitad de su valor, pero ¿Quién me asegura que usted, con ese precio, es capaz de terminar correctamente los trabajos contratados?
Todas las miradas se posaron en Miguel. Éste se levantó de su asiento, caminó unos pasos alrededor de la mesa, y finalmente hablo en su defensa del siguiente modo:
- Señores: en los últimos tiempos he estado abocado a la tarea de reducir el costo de la mano de obra. Experimenté y puse en práctica en forma paulatina una manera de trabajar que reduce dichos costos drásticamente. Este método fue desarrollado, probado y mejorado durante varios meses de ardua labor y por lo tanto, estoy en condiciones de asegurar que los trabajos serán ejecutados en el tiempo pactado, según las reglas del arte y con una calidad en la terminación que provocaría la envidia de los mejores oficiales albañiles. Esto se los puedo asegurar señores. (Los ojos de Miguel brillaban). - ¡Lo juro!, ¡Lo juro por la memoria de mi padre, Victoriano Ramos!
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