Eran las once de la noche del sábado y caminaba por Corrientes con Omar
Varela.
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Fue un día
bravo, ¿eh?
Omar asintió con la cabeza.
Ser guardaespaldas del presidente no era muy placentero. Trabajábamos
todo el día, todos los días. No había descanso posible. Debíamos vigilar todas
y cada una de las actividades del presidente. Y en ocasiones en que éste
hablaba en público, la tensión que se vivía era realmente insoportable.
Teníamos que estar atentos durante horas y horas enteras, sospechando del menor
movimiento de gente que se produjera. Y considerando la situación en que se
encontraba el país, se debían tomar las máximas medidas de seguridad.
Caminar por Corrientes, mi calle favorita, me hacía olvidar un poco
todos los problemas. El bullicio era increíble y eso me distraía un poco.
Estábamos a la altura del cine Gran Rex y la masa de gente que caminaba
lentamente hacia muy difícil el paso. (Apurémonos o vamos a agarrar la salida
de los cines, José, me había dicho Omar). Sabía que a él le molestaban las
multitudes tanto como a mí, pero el hecho de estar rodeado de tanta gente y no
tener la mano sudorosa acariciando el gatillo era realmente una novedad en
nuestra vida.
Se veía gente de todo tipo y edad. Miré a la multitud distraídamente
dejándome confundir por colores chillones, fragmentos de conversaciones y humo
de cigarrillo, hasta que de repente me encontré con un par de ojos que me
miraban fijamente. Pertenecían a un enorme negrazo, de anchísimos hombros,
calvo, vestido estrafalariamente. Estábamos a unos metros de distancia y nos
fuimos acercando muy lentamente. Su mirada estaba literalmente clavada en mí y experimenté
una desagradable sensación. Iba a acompañado por un tipo bajo, pero corpulento,
de pelo enrulado, que también miraba fijamente, por momentos a Omar y por
momentos a mí.
Cuando estábamos frente a frente, fingí no darle importancia al asunto.
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Permiso,
dije, y seguí caminando, aunque todavía sintiendo esa insistente mirada en la
nuca.
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Negro
de mierda, murmuré unos metros más adelante.
Omar asintió, dándome a entender que había notado la insolencia. Nos dimos vuelta,
pero ya los dos tipos habían desaparecido, así que seguimos caminando y
tratamos de olvidar el hecho.
No quería saber nada de peleas justo en mi día libre. En el cuerpo de
guardaespaldas nos íbamos turnando el trabajo y solo daban franco de a dos
personas por vez. Ese sábado nos tocaba a Omar y a mí y sentí un gran alivio
cuando el jefe anunció - Varela y Aguado pueden volver el lunes a primera hora.
En cuanto salimos de la Casa Rosada le propuse a Omar que camináramos un poco.
Así que agarramos Paseo Colon y después subimos por Corrientes.
Ahora estábamos a la altura de Serafín y no habiendo probado bocado en más
de diez horas estábamos muertos de hambre. Entramos y pedimos una grande de
mozzarella y dos porrones.
No habían pasado diez minutos cuando el negrazo y su acompañante entraron
en la pizzería. Ahora lo miré más detenidamente y me pareció más grande y
corpulento que antes. Por supuesto no dejó de mirarme fijo un instante. Se
sentó en una mesa frente a la nuestra y permaneció así, escrutándome durante
algunos minutos que a mí me parecieron eternos. Su acompañante seguía con su política
de alternar miradas irrespetuosas a Omar y a mí. Sentí un escalofrío por todo
el cuerpo, pero esta vez decidí que no iba a bajar la vista. Dejé de comer y
concentré todas mis fuerzas en mirar a los ojos de aquella mole. Tuve que hacer
un gran esfuerzo para sostener esa mirada. Sin embargo, al negro parecía no
costarle nada. Estaba tan nervioso que, al pararme, torpemente derramé la
cerveza.
-
Esto
es el colmo, le dije a Omar, y simultáneamente me dirigí a la mesa del negro.
-
¿Qué
mierda te pasa?, grité con furia.
Omar y algunas personas que habían seguido las acciones se acercaron para
detenerme. Me agarraron entre varios y luché por zafarme.
-
¿Qué
querés, hijo de puta?, volví a gritar.
Mientras todo esto sucedía el negro ni se mosqueó. El seguía mirándome
tranquilamente, insolentemente.
A los empujones Omar logró sacarme del lugar.
-
Tranquilizate,
sabes que no nos conviene meternos en líos.
Tenía razón. ¿Por qué tenía que preocuparme por un tipo que no iba a ver
nunca más en la vida? En las siguientes cuadras, me fui tranquilizando.
Llegamos a Callao y Omar se despidió.
-
Nada
de peleas, ¿eh?, me advirtió con un guiño mientras bajaba la escalera del
subte.
Me quedé un rato parado en la esquina sin saber qué hacer. Todavía estaba
muy nervioso y no tenía ganas de ir a acostarme. Sentí nuevamente la
desagradable sensación de una insistente mirada en la nuca.
Me di vuelta y ¡Ahí estaban esos dos otra vez! ¡Me habían estado siguiendo!
Estaba desesperado y completamente fuera de mí, pero esta vez iba a llevar
las cosas hasta las últimas consecuencias. Me dirigí con paso firme a la
cortada Rauch, sabiendo que el negro y su amigo me iban a seguir. Estaba
decidido a pelear hasta morir, aunque sentía miedo como nunca antes lo había
sentido. Llegué hasta la mitad de la cortada y me quedé ahí esperando, apoyado
contra un auto estacionado. El corazón me galopaba y estaba tremendamente
nervioso.
No tardaron en aparecer por la esquina los dos tipos. Venían caminando muy
lentamente y estaban como a cincuenta metros, pero ya sentía muy nítidamente la
mirada del negro clavada en mis ojos.
Me paré de frente a ellos con las manos en jarra tratando de parecer seguro
de mí mismo, pero no lo estaba. Mi orgullo me impedía salir corriendo hacia
Corrientes y tomar el primer colectivo o taxi que apareciera. Sin embargo,
sentí que cualquier intento de escapar seria vano, el negro parecía decirme con
su mirada – Te voy a seguir a todos lados.
Llegaron hasta donde estaba yo y el negro se plantó adelante mío con su
insistente mirada. El otro se quedó unos metros atrás echando sus clásicas
miraditas.
-
¿Qué
querés, pregunté, tratando de rugir, pero mi voz era más parecida a un ruego?
Ninguno contestó. Simplemente me miraban.
Estaba indignadísimo y tenía que hacer algo así que escupí al negro en la
cara.
Lo que siguió fue terrible y me es muy difícil describirlo. Apliqué todos
los artificios que conocía de mi larga carrera como guardaespaldas, pero el
negro también parecía ser un experto. Recuerdo que mientras él me deshacía a
golpes, logré aplicarle un puñetazo en la nariz y una patada en los testículos,
pero el negro parecía no sentir nada. El otro corría alrededor y se limitaba de
vez en cuando a aplicarme alguna piña. Me corría sangre por todo el cuerpo y lo
último que escuché antes de desmayarme fue la sirena de la policía.
Mis conexiones con la presidencia me permitieron salir de la cárcel a las
pocas horas. Todavía estaba dolorido y un poco atontado, pero al salir y ver al
negro entre rejas sentí un profundo placer.
-
Hacete
el vivo ahora, infeliz, le espeté con una sonrisa socarrona.
Sin embargo, y a pesar de la aparente ventaja que yo tenía ahora sobre él,
sentí que su mirada (permanentemente clavada sobre mi) me derretía. ¿Qué
extraño poder tenía ese hombre sobre mí? Era algo que no podía entender.
Durante los días que siguieron no pude concentrarme en mi trabajo ni por un
momento. Vivía nervioso, agitado, y no pasaba noche sin que me despertara sobresaltado
a la madrugada, en medio de una pesadilla. A pesar de que desde aquel día no
había tenido noticias del negro, esos ojos me perseguían hasta en sueños. Casi
no dormía y no comía, y pronto esto se vio reflejado en mi salud y en mi
aspecto. Profundas arrugas y ojeras surcaban mi rostro y me hacían parecer diez
años más viejo. En el trabajo era cada vez más ineficiente y siempre que
escuchaba la voz del jefe diciendo - ¡Muévase, Aguado!, odiaba el ser
guardaespaldas un poco más. No veía la hora de que llegara nuevamente mi día de
franco para poder reflexionar sobre lo que me estaba pasando.
Finalmente llego el sábado en que pude alejarme de todo aquel infierno.
Decidí ir directamente a mi casa y acostarme. En unos pocos minutos caí en un
profundo sueño.
El teléfono me despertó a las tres de la mañana. Me levanté maldiciendo y
atendí. Era el jefe. Me decía que me presentara inmediatamente en la Casa
Rosada. Tenía que reunir a todo el cuerpo de guardaespaldas y, según él, no
podía hablar de los motivos por teléfono.
Hacía unos pocos minutos que había llegado a nuestro lugar de reunión
cuando desde afuera se escuchó un infernal griterío y algunos disparos. Se
trataba de lo que muchos de nosotros veníamos sospechando desde algún tiempo:
un golpe de estado.
Las acciones fueron tan rápidas que no pudimos oponer ninguna resistencia.
Un grupo de sujetos armados nos sacaron del lugar y nos introdujeron en un
camión celular. Mientras salía alcancé a ver en un auto al cuerpo de
guardaespaldas del nuevo presidente. Entre esos tipos había uno que se
destacaba por su cuerpo enorme y su tez morena. Su mirada no se desvió de mí ni
un segundo y la sentí muy claramente incluso después de que el celular se alejó
algunas cuadras.
Bajé la cabeza resignado, incapaz de enfrentarme a aquel hombre. Algo
adentro mío me decía que esos ojos me iban a seguir atormentando por el resto
de mi vida.